Cuando niño, por allá de los seis años, recién intentaba a concebir ideas sobre la muerte; mi hermano mayor, había fallecido hacía apenas un par de semanas. Por esos días, el verano se anunciaba con el brote de las primeras ciruelas amarillas. De pronto, una terrible fiebre me atacó sin aviso, de esas raras fiebres en las que no te duele nada, pero la sangre se condensa y se siente como circula por los rincones de las venas, arena caliente, arena líquida por mis adentros.
Fue duro no ver el sol por esos días, pero mi madre, tuvo la idea de acercarme un libro que fue de mi hermano, el libro tenía dibujos, monitos decía yo en ese entonces, como no sabía leer bien, y apenas si cruzaba dos líneas formando media letra, gracias a la dislexia que padezco, el libro con monitos caía bastante bien. Vivíamos en una casa de adobe, con techos de lámina metálica asidos a unas enormes vigas de madera, acá en un pueblo donde crecieron mis padres. La casa era azul, lo recuerdo, en el fresco interior de la tierra levantada en muros, conocí: El Principito.
Entonces me pasé muchas veces por el B612 entres sus tres volcanes, dos de ellos serenos y el enfurecido. Acicalé a la rosa, y le canté mis primeros poemas, no tenía zorro que me hablara de la amistad, pero, ese libro desató en mi el hambre de lectura.
Ahora, muchos años mas tarde, rezo la ley que me rige: “Hoja por hoja, letra por letra”